Lo sucedido en los últimos días en las redes sociales
respecto al fichaje de Uli Dávila por el CD Tenerife no quedaría más allá de la
anécdota entre el enfrentamiento de dos aficiones irreconciliables. Elevar a
los altares a un delantero con una trayectoria irrelevante (68 partidos, 10 goles)
en sus dos temporadas en el fútbol español por haber sido el verdugo de tu
rival, sólo demuestra la mezquindad de
aquellos que carecen de nobleza.
Si todo quedara acotado al ámbito del aficionado sería,
en parte, hasta entendible, pero el problema es notable cuando profesionales de
la información, generadores de opinión que tienen ante sí la capacidad
potencial de movilizar a una cantidad importante de personas, no sólo entran en
el juego sino además son quienes lo incentivan y azuzan.
Las masas son volubles y en todas hay elementos díscolos quienes
confunden amor con pasión y pasión con violencia al ser alimentados en estos
microclimas de exacerbación por unos colores. Luego quienes ejercieron de “ayatolás”
entre sus seguidores son los primeros en enarbolar las banderas de la
antiviolencia. Lo normal siendo periodista deportivo es tener un equipo al que
seguir, lo anormal es representar a medios de comunicación de importancia a
nivel nacional con una bufanda puesta y una actitud propia del fondo de
cualquier estadio, de cualquier tertulia de bar.
En toda carrera de periodismo y de comunicación audiovisual que
se precie, están presentes las asignaturas de sociología, ética y deontología de
la comunicación o psicología de la comunicación, pero el sentido común se tiene
o no se tiene y sólo lo otorga la universidad de la vida. Un título de
periodismo sólo es eso, un título, un trozo de papel, que da fe que
supuestamente se ha adquirido unos conocimientos que capacitan para ejercer una
profesión, y por tanto ser un profesional de la misma. Es evidente que en
periodismo tampoco el hábito hace al monje.