Cuando
lo crearon le dijeron que sería un arco, la portería, la meta del terreno de
juego. "Serás la fortaleza a proteger por los arqueros, la obsesión del
delantero, todos tendrán en mente defenderte o conquistarte. Aún estando en los
extremos del campo, serás el fin último de todo el juego."
Henchido
de orgullo le enseñaron su oficio: lo que tenía que hacer, la postura a
mantener, como lucir sus redes, los sonidos que debía reproducir cuando un gol
le anotaran o cuando un balón en él rebotara.
Uno
de sus días más felices fue cuando le comunicaron cual era su lugar de destino:
Gran Canaria. Feliz, rememoró todo lo que conocía de la isla, cuna del fútbol
canario, donde se mezcla lo mejor de la escuela europea con el alma
sudamericana. Decir Gran Canaria le evocaba a la UD Las Palmas, a Arguineguín,
le vino a la mente la magia perenne de Juan Carlos Valerón, la elegancia de
David Silva, no podía estar más contento con el destino que le habían asignado.
Pero
todo acabó cuando llegó, lejos del cálido sur de la Isla se
encontró su lugar de trabajo. Era una norteña playa semideshabitada, un lugar
frío e inhóspito para él, abatido día sí y día también por Eolo, donde latían
con fuerza los rugidos del mar contra las rocas.
Sin
rastro de las verdes praderas inmaculadas mimadas con esmero por un experto
jardinero, en su lugar había sólo arena, rocas y sal, mucha
sal. Maldita sal que lo abrazó desde el primer día, se pegó a él como el
marcador más férreo y jamás lo ha abandonado. Su marcaje implacable le está
dejando huella en su piel, otrora blanca y firme, ahora bajo los efectos del
salitre aparecen lágrimas de ocre que llora su esqueleto oxidado.
Soñaba
con las cabalgadas por la banda de un extremo habilidoso a la vieja usanza pegado
a la cal, pero en ese lugar los únicos que cabalgan juegan con las hijas de
Neptuno a lomos de una tabla.
Vino
a acabar en una de las pocas playas con eterna bandera roja de la turística isla. Un recóndito lugar que transita solitario por las estaciones donde la
eterna primavera nunca hace acto de presencia. Pocas visitas recibe al día, los
únicos que “juegan” con él son los perros a los que sus dueños pasean, no hay
balón de por medio, no hay afición cantando, no hay nadie que celebre un gol
solitario. En su cepa se acumulan basura arrastrada por el viento y el bravo
oleaje.
No
obstante, se revela al funesto destino que le eligieron, reniega de ser la
parada pasajera de una gaviota extraviada. Él mantiene hierática y firme
la postura que lo dignifica, sin redes, con la piel ajada y oxida sigue
esperando a su particular verano, donde llegará el jugador que chute a puerta y
marque el gol de su vida. Gol que será suyo también.