Corría el minuto 77 en el estadio de Montilivi cuando el
árbitro se saca de la manga un penalty inexistente que provocó a más de un
aficionado amarillo que su corazón se encogiese en un puño. No es para menos,
nos estábamos jugando el liderato y los tres puntos estaban muy cerca.
Conseguir esa victoria suponía un golpe sobre la mesa y una declaración de
intenciones avisando al resto de equipos que vamos a estar en la lucha hasta el
final.
Felipe Sanchón que hasta entonces fue un auténtico dolor de
cabeza para la zaga canaria, se disponía a lanzar la pena máxima. Yo, como
todas las veces en las que mi equipo se veía en esa situación decía para mis
adentros: lo va a parar, estoy seguro. He de confesar que todas las veces que
lo pensaba no estaba seguro de ello. Era más bien el deseo y la esperanza de
ver a mi equipo salir airoso de una situación comprometida como es la de recibir
un disparo desde los once metros. Tristemente, como es normal en este tipo de
lanzamientos, mis deseos y esperanzas se vieron truncadas en la mayoría de las veces
cuando el balón tocaba el fondo de la red.
Pero en este partido y en ese momento algo cambió. Antes de
que la bota del delantero del Girona tomase contacto con el esférico, me vi
convencido de que Casto se lo paraba. Era una sensación distinta, como cuando
de pequeño en navidades sabías que los Reyes Magos te iban a regalar tu juguete
favorito porque te habías portado bien durante todo el año. Quizás por eso
estaba tan seguro, porque la UD hasta ese momento se había portado de una forma
ejemplar y ya era hora de recibir un premio.
En todos los partidos los amarillos han dado la cara y nunca
han hecho el ridículo. La solidaridad, lucha y compromiso de los jugadores hace
que el concepto de “equipo” adquiera el mayor de sus significados. Merecimos
más en los partidos ante el Sporting, Betis y Ponferradina, y cada partido se
ha sacado adelante con el sudor y esfuerzo que conlleva hacer un buen trabajo
en el terreno de juego.
La suerte no jugó ningún papel en aquellos encuentros, pero tarde
o temprano tenía que aparecer. La suerte se trabaja y más trabajo que los que
hicieron los pupilos de Herrera el sábado es imposible.
Estaba todo preparado, el árbitro pita el lanzamiento, el
jugador coge carrerilla, el silencio se apodera del estadio. Llegó el momento, pegado
al televisor con más seguridad que esperanza me aventuré a repetir una vez más:
lo va a parar, estoy seguro. Y entonces, Casto lo paró…